Hablemos de prácticas culturales.
#HabitarlosCuidados
A partir de un post que compartí en redes sobre las prácticas culturales, sentí la necesidad de extender la reflexión. Hay preguntas que regresan y merecen ser pensadas con más calma.
En los últimos días he leído, con interés, varias reflexiones que amplían el concepto de prácticas culturales llevándolo al terreno de lo cotidiano, lo comunitario, lo ciudadano. Giro que me parece necesario. La cultura no pertenece a nadie; es, por definición, un territorio común que habitamos desde múltiples formas de expresión y de vínculo. Está en los gestos colectivos, en las memorias que se transmiten, en los modos en que una comunidad se reconoce.
La cultura es un derecho, sí. Pero también existe un trabajo cultural —diverso, complejo, intensamente humano— que sostiene los procesos y que también se reconoce en sus “prácticas culturales”. Un oficio que media, facilita, escucha, cuida, acompaña, enlaza. No se trata de separar esferas ni de reclamar un territorio. Se trata de nombrar lo que sucede.
Las prácticas culturales ciudadanas no compiten con el oficio cultural. Se nutren mutuamente. Se sostienen. Se amplifican.
Desde ahí nace mi reflexión y el corazón de #HabitarlosCuidados en #gestióncultural:
¿Qué ocurre con quienes hacen posible que lo cultural circule, dialogue y transforme?
¿Qué pasa con los cuerpos —los nuestros— que sostienen vínculos, que organizan, que median tensiones, que crean condiciones para que lo común florezca?
Hablar de cuidados no es apropiarse de la cultura. Es reconocer que detrás de cada proceso cultural hay personas que sienten, que piensan, que se implican, que cargan complejidades que casi nunca aparecen en los informes.
Nombrar este oficio no resta a la cultura su carácter común. Al contrario: fortalece, porque reconoce la trama humana que la vuelve posible en tantos espacios. Y quizá, en este momento en que tanto hablamos de prácticas, convenga recordar que el cuidado —en su sentido más amplio— también es una práctica cultural. Una que requiere presencia, escucha y responsabilidad. Una que sostiene tanto a las comunidades como a quienes las acompañamos.
Quizá esta duda —¿tengo derecho a nombrar mis prácticas culturales sin sentir que me apropio de un territorio común?— sea también parte de la conversación. Después de cuarenta años de oficio, de hacerlo con mis propias manos, he comprendido algo esencial: cuidar implica reconocer. Reconocer la cultura como derecho, y también reconocer la labor de quienes la acompañamos día tras día. Insisto: son hilos que se entrelazan. Y nombrarlos suma comprensión a un campo que todavía necesita pensarse con más humanidad.